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martes, 18 de enero de 2011

Batman: el bien, el mal y la interpretación


En occidente existe la idea -desde Platón y San Agustín, hasta nuestros días- de que el mal carece de sustancia, es inelegible y por lo tanto, no es. Pero junto a esta afirmación recorre la historia de occidente la tesis contraria –de origen gnóstico- de la sustancialidad del mal, su encarnación como fuerza existente y poderosa, y por supuesto, elegible. Pero en cualquiera de los dos casos se mantiene la certeza en la soberanía última (o primera) del bien, ya sea por su superioridad ontológica, por su superioridad moral o por la defectividad del mal. Se concibe pues el bien como algo que excede al mal, que prevalece siempre, al final.
Son escasas aunque no del todo inexistentes, las visiones que conciben el bien como una fuerza incapaz de completarse como proyecto, de alcanzar su plena realización por tener una condición en sí misma defectiva. Un bien, pues, que en su entereza y en su rectitud, termina por mostrar su propia carencia y su propia imposibilidad de alcanzar un dominio real sobre su contrario. Es esa extraña fisura en la condición del bien, la que lleva, en Nietzsche, al hombre más feo del mundo a matar a Dios.
Batman, The Dark Knight asume y desarrolla esta premisa. El bien es un condición que, en la medida en que no puede realizarse por completo, no sólo es el disparador del mal, sino en cierto sentido de su triunfo, de su potenciación. Por que si su relación es dialéctica, está no deriva jamás en una síntesis, sino en una radicalización.
De la oscuridad no se sigue la luz, sino sólo la dispersión aparente de la oscuridad que es el camino hacia una forma aun más radical, más extrema del mal: la violencia organizada y codificada, que integra de alguna manera un cierto “bien”, un cierto “valor”, una cierta “legalidad”, cuando es perseguida por el bien, se convierte en una violencia ciega que escala hacia formas cada vez más atroces.
La última entrega de las serie de Batman puede ser tomada como una reflexión sobre la lucha contra el terrorismo o contra el narcotráfico dónde, en lugar de la victoria, lo que emerge siempre es una oscuridad mayor, una mayor crueldad, una forma más extrema de la violencia y el caos, un nuevo extremo de la sin razón, al que solo puede combatir un bien que contenga una dosis aun mayor de mal. En el fondo es una visión que tiende a justificar lo que está detrás de los juicios irregulares a los terroristas en Guantánamo, y el posible uso de formas ilegales para perseguir y detener el narcotráfico. Si el mal se radicaliza, solo un bien aun más malo, puede detenerlo.
Quizás por eso esta reflexión corre paralela en la película, con otra, que explora la ausencia de razón para el mal.
Contra una tradición, muy de Holywood, de dotar a cada personaje de una “historia personal”, de una “lógica” de su conducta, que explique y haga comprensible las razones de sus acciones, la película renuncia a explicar al JOker. En su lugar encontramos no unas sino muchas narraciones de un posible origen de las cicatrices que forman su “sonrisa”. Se trata de un personaje que reescribe (se reescribe) y en la reescritura pierde su identidad. No es nadie o es muchos posibles. Existe, pero no tiene historia y, si hay una sustancia, esta es la evidencia de sus marcas (los estigmas) y las variantes infinitas de su posible historia. En otras palabras, unas marcas en el cuerpo y un discurso que se reinventa.
Esto último es también interesante. Pues la relación entre la marca corporal y el discurso como dos horizontes que no se funden en una identidad, es parte de la fascinación contemporánea por la desvinculación entre el cuerpo y la verdad. En última instancia, el cuerpo es una identidad cuya verdad no puede ser asida por el discurso. Este sólo tiene aproximaciones tentativas, de variantes casi infinitas, y siempre verosímiles. Y es en ese hiato, en ese punto en que el cuerpo no puede ser un testigo de la verdad (es justo lo contrario de un estigma), donde aparece el mal.

Por Ernesto Priani

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