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martes, 18 de enero de 2011

El ritual de escribir

Algunos necesitan silencio absoluto, otros trabajan sólo de madrugada y en la cama. Hemingway usaba una pata de conejo, Neruda tinta verde y Tabucchi cuadernos escolares
En el café. Sartre, el padre del existencialismo, amaba escribir en los bares de París.
Apareció un libro, en Italia, que se llama Escribir es un tic y que denuncia un asunto milenario: los escritores, esos maniáticos, impulsan la inspiración con sus manías. Al escribir o, incluso, al proyectar un argumento, una frase, imaginar el nombre de un personaje o todo aquello que aparecerá impreso en un libro o todo aquello que no está en el libro, sino en sus alrededores, los escritores recurrirán a ritos obsesivos. El autor del libro, Francesco Piccolo, se refiere a esos sucesos como tics, es decir, contracción muscular y de tipo espasmódica que es involuntaria. Lo cierto es que, en este caso, más que tics parecen ser preocupaciones caprichosas. Y, salvo excepciones, más que contracciones musculares involuntarias, son extravagancias creadas a propósito.

Piccolo, de 44 años, escritor, guionista y profesor de la Universidad de Roma, es, sin duda, un obseso del rito ajeno. En una entrevista, este guionista de Nanni Moretti, dijo: “Sentía la necesidad de reunir una documentación práctica para mostrar que el oficio de escribir tiene sus reglas y no se parece en nada a esa imaginería de colegial tan falsa”. Por ese motivo Piccolo exprimió el anecdotario y sacó ritos y manías de escritores de todos los tiempos. A raíz de este libro ya no cabe duda de que la manía abarca la literatura universal.

Piccolo construye un mapa de caprichos y escribe que al ruso León Tolstoi, maniático de estilo monacal, le gustaba el silencio y la soledad. Una sola interrupción, un ruido impensado y una obra maestra se quedaba en el basurero. Otro solitario aparece en Italia y es Claudio Magris. Su soledad, eso sí, es peculiar; él la encuentra en las cafeterías, rodeado de otros solitarios (“La cafetería es un aislamiento especial, es el sitio donde la soledad se verifica en medio de los demás”, ha dicho el autor de Microcosmos). Pero, ya en Francia, a Sartre también le gustaba el ruido. En los cafés, con meseros equilibrando copas, Sartre elucubraba sobre el existencialismo. Marguerite Duras se llevaba el bar a su escritorio y simplificaba la inspiración con una botella de whisky a su lado. Manía estética sacó el belga Georges Simenon que sólo escribe uniformado siempre con la misma camisa.

También, en torno a las obsesiones más clásicas, incluso más allá del libro de Piccolo, surgen dos bandos: los madrugadores y los noctámbulos. La selección de madrugadores la integra, con jineta de insomne, Paul Valéry: sólo puede escribir entre 4 y 7 de la mañana. Alberto Moravia se suma a esta selección. Por Perú saca la cara Mario Vargas Llosa que empieza la escritura a las 7 de la mañana. El español Juan José Millás le gana una hora y escribe, agregando la manía de escribir sin ingerir alimento, desde las 6 hasta las 9 de la mañana. Millás no se alimenta por un tic digestivo: una tostada y la alegría de su estómago lo haría perder la lucidez de su cerebro. Los noctámbulos arremeten liderados, otra vez, por los maniáticos de Francia: Marcel Proust, escritor de pijama, que sólo trabajaba de noche, acostado en la cama, como lo hiciera también el uruguayo Juan Carlos Onetti. Y, con respecto a las fracciones de tiempo, el angloestadounidense T. S. Eliot escribía sólo un par de horas porque a la tercera hora, pensaba él, ya no estaba inspirado. Y, englobando a todos, diurnos y nocturnos, aparece un ruso todopoderoso: Fédor Dostoievski, que escribía, compulsivo, de día y de noche, por casi 24 horas inspiradas.

Estos ritos disciplinados, claves para el desarrollo de una obra, quizás están presentes en todos los creadores. Y ahí está Toni Morrison, que escribe sólo en una pieza adornada con duendes. Isabel Allende sólo empieza una novela los 8 de enero. Mark Twain, que escribía cierto número de palabras por día. Antonio Tabucchi, que sólo escribe en cuadernos escolares. Neruda lo hacía con tinta verde. Hemingway con una pata de conejo raída en el bolsillo. El alemán Thomas Mann le leía lo escrito a toda su familia y le pedía consejos. Y Gabriel García Márquez corrige y corrige hasta que le quitan los originales de las manos.

Con exceso de material, Piccolo se debió enfrentar a una tarea tan neurótica como los escritores que retrató. Su libro, editado por el sello Paidós, lo dividió en capítulos que tratan las distintas fases que involucra el oficio de la escritura. La primera parte abarca cuestiones más metódicas, referidas a la expresión, las rutinas y la disciplina. Los últimos capítulos se refieren a aquellos matices que hacen que la literatura sea esa disciplina enigmática, imposible de encasillar. “Escribí este libro para recordarme a mí mismo, todos los días, que la escritura es una combinación original de devoción sagrada y mentalidad de empleado”, ha dicho el autor.

La creación literaria no se puede explicar por los hábitos y las supersticiones. Pero un libro de este tipo ayuda a ilustrar la precariedad psicológica de estos artistas cultores de la inseguridad. Es que quizás no haya escritor que no tenga manías que le ayuden a encontrar confianza. Viven tan pendientes de la fantasía que se ponen muy nerviosos con las cosas terrenales, entre ellas, escribir. Y por eso hacen lo que hacen. Y por eso ellos, como lo ha dicho Piccolo, deben creer que la inspiración necesariamente sólo se despierta con un tic.


En la Argentina también se consiguen

Las manías están presentes en los escritores de todo el mundo y, obviamente, también en los provenientes de un país nervioso. Por eso, los argentinos también practican ritos al momento de inspirarse para hacer literatura.

Leopoldo Brizuela es un maniático muy leal a la obra que está escribiendo. Cuando escribe, se priva de cualquier otro libro que no sea aquel sobre el que está trabajando. En su proceso de escritura, dice, eso le influye negativamente. “Leer otras novelas cuando se está escribiendo es bastante común en todos los novelistas que conozco. Pero creo que otro universo te pierde. Creo que es algo del nivel cognitivo o casi cerebral. Uno necesita vivir en ese mundo que está escribiendo.”

Pablo De Santis es un atleta de la inspiración. A este escritor los argumentos se le ocurren al momento de trotar o de caminar. “Yo camino y corro mucho. Creo que el cerebro se oxigena mejor. Ahí voy haciendo la novela y los hechos”, ha dicho. Y, a la inspiración móvil, De Santis agrega un complemento más tieso: “Estructuro la novela antes de escribir. Soy un escritor más convencional, de esquema. Luego, quizás, pueden surgir cosas que no estaban pensadas.”

Y Martín Kohan ha resultado ser un especialista en los ritos. Escribe sólo con biromes de marca Parker. Sólo en cuadernos Rivadavia de tapa dura. Y todos los días se impone la impostergable misión de leer 90 páginas. A eso agrega otras manías que ya exceden a la literatura: en lo que va del año, lleva más de 500 horas de fútbol, toda su ropa es Adidas y todos los actos de su vida los mide con números.

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